Simplemente diálogos, que van tomando forma (de alguna forma) y terminan donde tienen que llegar. Diálogos con vida propia, que a veces corren, a veces se detienen a pensar, y a veces disparan balas y verdades. Radiografía de un mundo igual, pero visto de distinta manera.

domingo, 15 de abril de 2012

mercedes.



“Salir 10 minutos antes o 20 después te cambia la vida”, pensó Mercedes mientras manejaba su auto de ultima gama (que tanto esfuerzo le había costado comprar y por el que aún debía algun dinero) por las calles de Belgrano, a las 9:45.

Estaba tarareando canciones de la Aspen, cuando la vocecita de la pequeña, tajante y dulce como una boca sin dos dientes de leche, la bajó de un hondazo a tierra. Sentía un gusto agridulce por su hija: Pobre, no tenía la culpa de nada.

“En el colegio me dijeron que no puedo seguir llegando tarde”.

“Deciles que el día que no aumenten la cuota, ese día, vas a llegar temprano”.

“Pero mamá…”

Las glándulas de la infancia comenzaban a fabricar lágrimas tímidas y saladas cuando el instinto maternal relampagueó y congeló el momento.

“Es un chiste amor. Voy a hablar con la profe. Vos preocupate de divertirte nada más… y aprender!”

La sonrisa por el retrovisor fue prueba suficiente. Las palabras habían surtido efecto y el espontaneo interés de la infante por las trivialidades atrincheradas del otro lado de la ventana le otorgaba la libertad de volver a perderse en canciones sin compromiso social. ”Pobre”, volvió a pensar, “Lo que daría por volver a tener esa inocencia”.

La barrera bajó violenta delante del auto y la obligó a frenar en seco.

“La puta madre!”

La pequeña estaba a punto de quejarse, cuando la silueta de un hombre, cubierta en su norte con un pasamontañas apareció asomándose por la ventana de conductor.

“Bajate ya o te quemo!”.

Mercedes se paralizó. El pasado volvía en aquella voz al presente, mezclando los tiempos, escupiendo en el futuro.

“Sos sorda o pelotuda?”

Abrió la puerta y se metió en el auto, empujando a la mujer y tomando el control del destino. Apenas se acomodó en el asiento notó la presencia de la menor en el compartimiento trasero; estaba petrificada y sin saber qué tipo de lágrimas elegir en una situación semejante.

“Bajate nena”.

La chica siguió mirándolo fijo unos segundos más. El anónimo miró a la madre y le aconsejó calmo:

“Decile que se baje”, al tiempo que desenfundaba el arma que escondía debajo de la remera.

La hija escapó del auto, víctima de un sentimiento (hasta ese momento) virgen de supervivencia, pero frenó, ya a salvo, en el asfalto y buscó la protección en los ojos de su progenitora. Ella sólo pudo dedicarle una mirada tierna. Luego el auto aceleró ferozmente y se perdió en las geometrías de las calles de aquel barrio de la capital.

Recorrieron varios cajeros. Él la obligaba a bajar para buscar su botín, con la promesa idílica de que volvería a ver a su tesoro, sana y salva. Y mientras más rápido hiciese aquella transacción, mejor.

Luego de un raid de 25 minutos, volvieron al punto de partida. La nena lloraba sentada en la vereda. No había gente cerca. El auto frenó (aunque el motor pedía movimiento a gritos) y la infante corrió hacia el lado del conductor, como un cachorro acostumbrado a un estímulo programado. Pero en aquel lugar encontró sentado al del pasamontañas. Él obligó a bajar a la mujer. Antes, debeló su rostro y la beso en la boca, fuerte. Ella bajó mareada, e, instintivamente como leona, busco a su cría. La niña vio al ladrón a los ojos. Éste le guiñó y le regalo una sonrisa paternal y desconocida. Luego aceleró llevándose el Mercedes blanco.

Mercedes comprendió la vida en un segundo, como dicen que sucede segundos antes de llegar a la muerte, con la diferencia de que ella seguía viva. No le gustó aquel saber.

“Mamá?”, preguntó la niña que ya no temblaba.

“Qué hija?”, contestó Mercedes en un estado parecido al trance.

“Siento que conocía a ese señor”

“Yo también linda”

Y Mercedes lloró por segunda vez en su vida.

La barrera bajó amena, quizás, porque no había necesidad de frenar esa vez.



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