Simplemente diálogos, que van tomando forma (de alguna forma) y terminan donde tienen que llegar. Diálogos con vida propia, que a veces corren, a veces se detienen a pensar, y a veces disparan balas y verdades. Radiografía de un mundo igual, pero visto de distinta manera.

martes, 29 de octubre de 2013

Dialogo viejito, como los de antes (para algún que otro nostálgico)



X: hola
Y: hola
X: por qué me mirás tan fijo?
Y: yo? Vos me estás viendo fijo … y me asusta.
X: me estás jodiendo? Vos me estás mirando que da miedo…
Y: hasta que no me veas más así no te veo!
X: igual yo! ………… Ya no te veo, vos me ves?
Y: creo que tampoco….
X: cómo creo?
Y: Y si… si no me ves, no se puede corroborar, o?
X: Aí te caché! Me estabas viendo!
Y: Mentiroso! Vos me estabas viendo a mí! Hasta recién no te veía!
X: …. Me estás tomando para la chacota… igual… todo bien. La verdad que con el frio que hace….
Y: si.. es medio una boludez discutir por verse o no verse, no?
X: no me había fijado… pero tenemos la misma bufanda.
Y: si…será porque… tenemos buen gusto?
X: jajajaj, probablemente. Che… hace mucho frío de ese lado del espejo?
Y: menos que ahí afuera seguro…
X: me voy a prender la estufa.
Y: buenísimo! Me reflejas un fuego?



sábado, 1 de junio de 2013

un muchacho.





Cuando el muchacho abrió la puerta y entró en el bar supe que algo iba a pasar. No sé si fue por su ropa, el frío que entró con él o su silencio. Se sentó en la barra y con una seña me pidió una cerveza. La gente lo miraba. Él ni se inmutó. Parecía perdido en algún pensamiento pesado. Después de la primera, pidió y tomó la segunda. Recién en ese momento, sin mirarme y con voz rasposa y sufrida, me preguntó donde había un lugar para pasar la noche. Yo que soy un tipo de pocas palabras con los extraños, le señalé hacia afuera, enfrente, cruzando la plaza, el hotel blanco con el cartel despintado “Albergue del Sur”. Me agradeció con un gesto leve, dejo muchos billetes de poco valor sobre la barra, dio un sorbo duro al vaso y se fue. Recuerdo que todos estaban pendientes de sus pasos, pero él solo miraba hacia el adelante. Al salir, la nieve comió su silueta y todos volvieron a sus asuntos. Ocurrió hace menos de un mes.

Al día siguiente el pueblo despertó con un sol amarillo y gritos de niños. Los hijos de Oscar, que estaban yendo al colegio, se cruzaron en la plaza con un cuerpo tirado y olvidado. El más chico lloraba y pedía por su mamá. El otro lo tocaba con un palo para ver si se movía. Yo veía la escena desde la ventana de mi cuarto, que está sobre el bar. Me vestí ya que nadie se acercaba y los chicos parecían necesitar ayuda. Pero lentamente comenzó a acercarse la gente y preferí quedarme en mi lugar y ver todo desde ahí. Cuando dieron vuelta el cuerpo para ver quién era, resultó ser el muchacho del día anterior. Tenía la cara blanca, probablemente por el violento frío de la noche anterior. Me acuerdo de las muecas horrorizadas. El asco en algunas miradas. Todos abrieron paso cuando apareció la farmacéutica. Con los pelos desordenados y la bata hindú parecía más una shaman que una comerciante de medicamentos. Ella tomo la posta de la situación con una autoridad auto impuesta. Separó a los curiosos del cuerpo y los mandó a sus casas. Se quedó hablando un rato con la madre de los chicos, que acababa de llegar. Cuando el intendente y el comisario aparecieron en la plaza, el lugar ya estaba desierto. Por la tarde noche prendí los faroles y el fuego de la cocina. También puse leña en la estufa central. Limpié las copas y los vasos sucios del día anterior. Nadie abría la puerta. Nadie se acercaba al bar. Eso era raro, ya que era viernes y en el pueblo no hay mucho para hacer en invierno mas que emborracharse y contar las mismas historias de siempre, junto al fuego.

A las 12 entró Oscar. Me pidió un whiskey. En su cara había culpa. Esperé a que no aguantase más y me contase qué estaba pasando. Los borrachos son así: no toleran guardarse la verdad. Me confesó, susurrando, que la farmacéutica había declarado el estado de sitio por epidemia. Que el muchacho que había muerto tenía una especie de rabia sumamente contagiosa y que todo el que se había acercado al cuerpo peligraba de estar infectado. Nadie había salido esa tarde de su casa, salvo a la farmacia a comprar los costosos medicamentos. También me contó que mi bar estaba en cuarentena y que todos los clientes que habían confesado haber cenado la noche anterior en él, necesitarían tratamiento especial y aislamiento. Le pregunté si el muchacho había pasado por su hotel. Me dijo que no. Al otro día desperté más tarde que de costumbre. Me asomé por la ventana. El cuerpo seguía tirado en el centro de la plaza. Nadie caminaba por las calles. Había, eso sí, una fila formada en la entrada de la farmacia. Entre los clientes se mantenía una distancia absurda. Los más chicos usaban barbijos improvisados con telas de alguna remera vieja. Me causaba gracia en ese momento la actitud de mis vecinos. Era evidente (al menos, para mí) que aquel extraño no cargaba con enfermedad alguna. Solo arrastraba un pasado, algunas penas y una que otra deuda, como cualquiera de nosotros. Pero parecía un tipo sano, sin dudas. Vi desde arriba como el intendente y el comisario se acercaban a mi bar y ponían la cinta de clausura. Ni siquiera se detuvieron a verme o a saludar. Cumplieron con su deber y cruzaron la plaza hasta la farmacia. No hicieron la fila, entraron directo. Así pasaron días.

Recuerdo cuando vi caer al primero. Desde la ventana pude observar detenidamente como un joven se desplomaba en la plaza, a metros del cuerpo ya putrefacto del muchacho. No gritó, no se quejó, solo murió mirando hacia abajo. Si hubiésemos tenido un cura en el pueblo, me imagino que en aquel momento hubiese gritado a viva voz que era obra del diablo. Por suerte no había nadie que se dedicase a los dioses.
Después de aquel joven le siguieron una pareja de viejitos. Traté de tranquilizarme racionalizando. Las edades eran excusa suficiente, no así, la simultaneidad. También cayeron en la plaza.
Después de 3 semanas ya no había filas en la farmacia. A veces, uno o dos entraban y se iban al rato con desesperanza en los ojos. Era simple: ya nadie tenía plata para pagar los medicamentos así que se resignaban y se dedicaban a morir lentamente. Esperando que el día del juicio final fuese, al menos, pronto. La gente se había acostumbrado a esquivar los cadáveres cuando cruzaban la plaza.
Yo me sentía bien. Tenía mis provisiones. Solo me dedicaba a ver por la ventana quien caía en la plaza. Hasta anotaba: jueves 15, 13 horas: murió Alfonso, simplemente cayó de frente. Viernes 16, 18 horas: Murió María, la maestra. Los únicos días que le escapaba al morbo eran los domingos, que me parecían muy deprimentes para andar haciendo esas cosas.


Finalmente todos los habitantes del pueblo murieron (según mis cálculos). Todos de la misma razón: ninguna. Todos en el mismo lugar: la plaza. Algunos cuerpos ya estaban en una descomposición avanzada y el olor en el aire era agrio. Hasta el intendente y el comisario fueron juntos a morir a la plaza. Y entonces salió la farmacéutica de su local junto a un joven. Bordeó la plaza hasta la entrada del bar y esperó que su acompañante rociase con varios bidones de nafta los cuerpos. Tiro también unas cajas que parecían tener remedios dentro. Luego tiro un zippo encendido y se formó la hoguera más grande que haya visto en mi vida. Lastima que era de día, de noche hubiese sido mas impactante. Rompió la cinta de clausura y entró. Yo baje corriendo y me puse detrás de la barra, actuando como si nada pasase. Se sentó en el taburete frente mío. El joven se quedó en una mesa cerca de la puerta. “Una cerveza”, me dijo. Mientras tomaba me miraba. De repente sonrió. “Este pueblo estaba condenado desde hace mucho antes”. No sabía que decirle. Todas las preguntas que había ido formulando ese tiempo se habían evaporado junto a las vidas. “Mira, yo me voy de acá. Ya no queda nada y tengo plata para fundar un pueblito”. “¿Quién es él?”, le pregunté finalmente. Nunca había visto a ese chico. “Es mi ayudante, el hijo de mi proveedor de remedios. Bueno, ahora si me voy. Chau.”. Se paró, dejo un fajo de plata sobre la barra (aunque el dinero ya no tenía sentido) y se fue. El joven la siguió como una sombra y los dos desaparecieron en la nieve que acababa de comenzar a caer. 


sábado, 4 de mayo de 2013

sueños de autor.





Juan se despertó cansado aquel jueves, como casi todos los jueves, como casi todos los días de su vida desde que tenía memoria. Sintió un gusto ácido en la boca, acompañado de un mal presentimiento. Se levanto de la cama, apoyando en el suelo frío primero su pie derecho, luego el izquierdo, para, por fin, verticalizar su cuerpo entero sobre el nivel del mar.

Fue hasta el baño y sin mirarse al espejo (le daban miedo los espejos, reflejaban demasiado) se lavo los dientes.

Llegó hasta la cocina y prendió la radio, un fósforo  la hornalla y un cigarrillo casi en un mismo movimiento. Esperó a que el agua se calentase, mirando por la ventana, pitando el humo, escuchando las noticias del día. “Probabilidad de lluvias para la tarde. TBA en paro: Ramales Tigre y Mitre. El ejecutivo impulsará mañana una nueva reforma a la ley de…”.

Cebaba mates mientras miraba el reloj. Le quedaban 23 minutos para salir holgado al trabajo. Luego cayó en la cuenta de que era feriado, primero de mayo, día del trabajador, y que no había necesidad para salir a ningún lado, ni siquiera de su cama, que aún debía conservar el calor de su cuerpo.

Escuchó pasos.

Fue hasta el baño y revisó si había alguien. Corrió la cortina de la ducha. No había nadie. Fue hasta el cuarto, se fijo debajo de la cama, dentro del armario. Ningún rastro de vida. Hasta salió a la calle: vacía.
“¿Qué habrá sido ese ruido?”, pensó.

Tiró todo su cuerpo sobre la colcha arrugada y prendió la televisión. Las noticias que había escuchado hace minutos vomitar a su radio, salían idénticas de la pantalla, pero con imágenes que las anclaban en sus ojos. “Probabilidad de lluvias para la tarde. TBA en paro: Ramales Tigre y Mitre. El ejecutivo impulsará mañana una nueva reforma a la ley de…”. Apagó el aparato y cerró los ojos.

En el sueño veía a un hombre adulto, de barba blanca y anteojos con marco de madera. Escribía en su computadora. A veces frenaba y volvía sobre las palabras, corrigiendo alguna falta de ortografía. Acercaba su cara al monitor para leer mejor. Prendía un cigarrillo que apagaba luego de tres pitadas. Juan lo veía de costado, como si estuviese sentado a su lado, en silencio, sin molestar. El escritor le era indiferente a él y a todo. Pareciera que su única función en el mundo era escribir la historia que avanzaba desde sus dedos. Juan se aburrió de ver la mecánica reiterada durante ese rato (como si se pudiese medir el tiempo en los sueños…) y se fue a recorrer el lugar. La casa era una gran habitación. Nada más que eso. Las paredes estaban formadas de bibliotecas llenas de libros, que jugaban a ser ladrillos a la vista. Intentó tomar uno, pero apenas lo sacó de su sitio la casa/habitación/mundo comenzó a temblar. Un terremoto que se desperezaba. Dejó el libro en su lugar y todo volvió a su quietud natural. Volteó la mirada hacia atrás. El escritor seguía inmerso en su texto. “Que tipo raro”, pensó. Y luego despertó.

El cuarto estaba frío. La colcha agujereada. La persiana baja y el mundo exterior mudo.
Volvió a escuchar pasos. Venían desde arriba.

La casa de Juan constaba solo de una planta baja. Una pequeña caja de cemento con baño cocina/comedor, cuarto y puerta a la calle.  Salió y se asomó para ver si alguien merodeaba por el techo, pero no vio a nadie: ni arriba ni a los costados.

Caminó un rato para ver si se cruzaba a alguien por la calle. Los negocios estaban cerrados. El día era gris. Y aparentemente todos se habían ido o se habían quedado dentro de sus casas. Lloviznaba. Volvió a su casa con el mismo gusto ácido de la mañana en la boca.

Prendió un sahumerio. Dejó correr música instrumental desde la computadora e intento meditar. Antes de cerrar los ojos, pensó “Quizás fue el fin del mundo, y nadie me aviso…”.

A los minutos ya estaba dormido de nuevo. Volvió a ver al escritor, que no paraba de tipear en su máquina, como si todo a su alrededor no existiera. Juan le tocó el hombro, pero el hombre solo atinó a rascárselo. Se ubicó a su espalda y leyó las últimas palabras escritas en el monitor:

 “A los minutos ya estaba dormido de nuevo. Se reencontró con el escritor, que no paraba de tipear en su máquina, como si el mundo a su alrededor no existiera. Juan le tocó el hombro, pero el hombre solo atinó a rascárselo.”

Sintió un mareo que le hizo perder la estabilidad. Cayó al suelo y con el odio sobre la madera fría volvió a escuchar los pasos. Alguien estaba cerca. Había una persona más en aquella casa. Se paró y, lentamente, fue a chequear fuera de la habitación. Recorrió un pasillo blanco y angosto, lleno de luz, aunque no tenía ventanas. Llegó hasta un cuarto. Dentro había un hombre sentado sobre una cama metiendo balas en un revolver.  Aunque Juan vio su rostro, no pudo identificar ninguna particularidad: no tenía nariz, ni ojos, ni boca. No tenía cara. El hombre termino de cargar el arma, se paró con elegancia (era muy alto) y caminó hacia la puerta,  donde Juan estaba parado. Pero no se detuvo en él, ni siquiera sintió su presencia, y siguió de largo hasta el pasillo blanco. Sus pasos resonaban fuerte, retumbaban como los latidos de un corazón abierto. El revólver colgaba de su mano derecha.

Juan corrió detrás suyo, empujado por el instinto, e intento detenerlo. Pero por alguna extraña razón no podía agarrarlo. El hombre seguía su camino. Juan corrió adelantándose hasta llegar al cuarto donde estaba el escritor. Éste seguía tipeando. El ruido de los pasos era ensordecedor. Cada vez se acercaban más devorando el tiempo y el espacio con su sonido. Podía olerse el cuero de los zapatos.

Juan zarandeó el cuerpo del escritor, que ni se inmuto. Intento gritarle al oído, advirtiéndole del asesino. Del peligro. Del tiempo. Pero el escritor solo tipeaba y miraba la pantalla. A su lado, un cenicero con 5 colillas desprendía una humareda tímida. Miró el monitor una vez más, y leyó:

“Juan zarandeó el cuerpo del escritor, que ni se inmuto. Intento gritarle al oído, advirtiéndole del asesino. Del peligro. Del tiempo. Pero el escritor solo tipeaba y miraba la pantalla. A su lado, un cenicero con 5 colillas desprendía una humareda tímida. Miró el monitor una vez más, y leyó:”

El hombre sin rostro se detuvo finalmente frente al escritor al mismo tiempo que el sonido de los pasos cesaba y el silencio se mezclaba con el aire del cuarto. Elevo su brazo, y con éste el arma. El escritor llego a decir: “¿Qué mierda?”. Disparó una sola vez. La bala entró directamente en la cabeza. La cabeza chocó contra la pantalla y la quebró. Las palabras allí escritas se vertieron fuera, empapando el escritorio.

Juan se despertó cansado aquel viernes. Sintió un gusto ácido en la boca, acompañado de un mal presentimiento que no pudo identificar. Se levanto de la cama, apoyando en el suelo frío primero su pie derecho, luego el izquierdo, para, por fin, verticalizar su cuerpo entero sobre el nivel del mar.
Fue hasta el baño y se miró al espejo. No reconoció su reflejo. Volvió a la cama. Tenía la extraña sensación de que tenía cosas que hacer, pero no sabía qué. Ni siquiera sabía que se llamaba Juan.


jueves, 4 de abril de 2013

de sueños y publicidades.




Por esas cosas de la vida, que durante toda ella suelen suceder…

… y víctima de un zarpazo violento de capitalismo, Juan se vio, de repente, en la miseria. Pero no esa en la que no se tiene nada. Una peor: la de tener todo lo necesario, pero deberlo. Vivía en un dos ambientes, tenía 3 pares de zapatillas, banda ancha de 6 megas, cursaba en la facultad y debía 10.000 pesos. ¿Cómo llegó a eso? ¿No pudo anticiparse? ¿Era un pelotudo en materia de administración? Lo último, probablemente sí.
Se desesperó. “Tengo que conseguir guita”, se decía una y otra vez frente al espejo mientras perdía tiempo que podría haber traducido en pesos. La primera entrevista laboral a la que fue le ofrecía una digna esclavitud por unas migajas de riqueza. No estaba en condiciones de no considerarla. Las siguientes posibilidades tampoco fueron mejores ni ostentosas.

Caminando hacia su casa, se cruzó con un folletito en un poste de luz. Esos que la inteligencia media ignora, en son de preservar la moral y las buenas costumbres. Juan se detuvo y leyó en voz alta: Dinero ya! Sin hacer nada, sin trabajar, es su oportunidad! Arranco el papel de la madera astillada y lo guardó en el bolsillo del pantalón.

Tiempo más tarde, mientras recalentaba las sobras de la noche anterior en el microondas, se puso a llorar. Antes de tirarse a dormir, ordenó la ropa para el día siguiente. “Tendría que lavar este pantalón, o al menos plancharlo.” pensó mientras revisaba los bolsillos en busca de algún billete sin dueño. “Ni para el subte me queda…”. Encontró el papel estrujado y notó que había un número de teléfono en el margen inferior.

Llamó.

Lo atendió la voz dulce de una mujer. Le pareció raro que una telefonista sea amable a esas horas de la noche.

“Gracias por llamar a Lanimilbus, ¿en qué podemos ayudarle?”

“Buenas noches, la verdad… encontré el número en la calle y se me dio por llamar. No sé cómo es la cosa… solo sé que necesito plata.”.

“Si quiere podemos agendar una reunión para mañana mismo. Puede venir a nuestras oficinas, donde le comentaremos de que se trata esta oferta con detalle. ¿Le quedará bien a las …mmm…. déjeme chequear…  a las 14:00 hs.?

Juan aceptó, dándole a la mujer los datos que le solicitó. Luego se durmió sin prestarle tanta importancia al asunto. “Seguro es una tranfuguiada, pero mejor ir, ver qué onda y sacarme la duda a quedarme viendo la tele”.

Al otro día Juan llegó media hora tarde a las oficinas de Riobamba. El edificio era imponente en diseño y luminosidad. Parecía sacado de la escenografía de Metrópolis. Le resultó sospechoso que les interese alguien como él ahí dentro.

“¿Juan Martínez?”, preguntó la voz de una mujer.

“Si”, contestó Juan al vacio. Vio salir de una de las oficinas a quien creyó ser una secretaria. Estaba vestida de camisa blanca, y pollera negra. Tenía el pelo atado y anteojos con marco fino.

“Pasá por acá, por favor”.

Juan entró a la oficina. En el centro había una mesa rectangular. Le pareció un altar y por un momento eso le dio gracia. Notó que varias personas estaban sentadas frente a él. “Quién mierda me mandó a venir acá”, pensó.

“Sentate por favor”, dijo un gordo de traje ubicado a la derecha, señalándole la única silla vacía.
Atrincherado en su asiento, dio un paneo visual de los contrincantes: El gordo a la derecha, la mujer/secretaria al lado, un cuarentón pintón vestido de médico y un hombre de traje; el hombre más normal del mundo: castaño y peinado para el costado, ojos color café, corbata negra.

“¿Trajiste tu CV?”, le preguntó la mujer.

Juan sacó de la mochila dos hojas arrugadas y se las pasó.

El hombre de traje se rió: “¿No quedaban carpetas en la librería?”

Juan comenzó a transpirar. Le contesto con una sonrisa nerviosa. Mientras la mujer daba un breve pantallazo a la ínfima experiencia laboral de Juan, le dijo: “No le hagas caso, no hace falta eso”. Luego le paso el CV al gordo, que ni siquiera frenó a ver si la foto en el margen superior derecho concordaba con el joven temeroso que tenía sentado en frente.

Juan miraba al piso. Le daba miedo ese mundo formal. Notó que tenía la camisa fuera del pantalón. Era tarde para enmendar el detalle.

“Por lo que veo, tenés poca experiencia laboral”, comenzó la mujer. “Pero eso no importa”. Lo miraba a los ojos y eso lo incomodaba. Nunca pudo mantener una mirada. “Pero, aunque te llame la atención, nos interesás, podría decirse que sos… perfecto… para esto”.

“Jajajjaj”, rió el gordo. “Tampoco exageremos, perfecto no, pero podés funcionar. No te asustes, no es nada malo. Es… un experimento… comercial, pero donde todo sale bien”.

“Te vamos a estar pagando 4.000 pesos mensuales y no vas a tener que hacer nada. Siempre y cuando firmes estos papeles y estés de acuerdo con el ofrecimiento”, dijo el de traje. Aparentemente era el abogado.

Juan se quedó viendo al que parecía medico. Era el único de los cuatro que aún no había dicho nada. Siguió en silencio.

“¿Te parece bien?”, dijo la mujer.

“¿La plata?”, preguntó Juan. “Sí, pero me gustaría saber que tengo que hacer”.
“¡Habla!”, ironizó el supuesto abogado.

“Martín… no lo molestes”, le regañó la mujer con cierto aire de complicidad. Juan creyó por un segundo que debían ser pareja. O amantes, o algo.

“El doctor Vanderheim te va a explicar el proceso. Es algo muy simple. No tenés que hacer nada. Solo dormir”.

“Buenos días Juan. Soy Oscar Vanderheim”, dijo el doctor mientras revelaba el timbre de su voz por primera vez y se paraba. Se acercó a Juan, le dio la mano y volvió a su asiento. “Soy neurólogo. Me ocupo de estudiar, básicamente, cómo operan los cerebros”. Dejo escapar una risa sencilla y prosiguió. 

“Entenderás que hago cosas más complejas que esa, pero a modo de resumen, creo que se entiende…de esa forma.”.

Juan lo miró con atención. Los neurólogos solían aparecer en momentos complicados.

El gordo tomo el mando de la conversación. “Lanimilbus es una central de medios. Es una derivación de Worldadvertising, una importante agencia de publicidad sueca. Hace un año la firma decidió instalarse en nuestro país para llevar adelante un proyecto novedoso y vanguardista. Estamos orgullosos que estén en la Argentina y confíen en la calidad de profesionales que residen acá”.

La mujer continuó con el discurso. “El equipo lo conformamos nosotros 4: Martín Alzaga, que es abogado, el Dr., el señor Ramírez (señalo al gordo) que es el jefe del área, y yo, Deborah Pérez, que coordino.”

“Lo que hacemos, o mejor dicho, lo que queremos hacer, es… básicamente… publicitar en los sueños”, sentenció el Dr.

“Por eso, si estás de acuerdo, te paso los papeles y los firmas. Son 4.000 pesos por mes por 3 horas de sueño diarias. Eso da un total… para que me fijo bien, lo tengo por acá escrito… de… 90 horas mensuales… a… no no… esperá… los fines de semana no se cuentan… buen… sería algo así como 68 horas mensuales, ponele, está escrito y especificado acá igual”, dijo el abogado.

“Martín… esperá un poco que lo vas a marear al pobre chico”, la mujer le sonrió. A Juan le gustaban los labios rojos de Deborah, y se sintió protegido en su voz. “Si aceptás, empezaríamos desde hoy. Sólo tenés que hacer unas pruebas que el Dr. te va a explicar. No es nada raro. Es muy simple. El proceso se encuentra en una etapa experimental, pero ya casi está por salir al mercado. Sólo que nos exigen probarlo y testearlo unos meses. Vos haces tu vida normal: podes estudiar, trabajar, salir, hacer lo que quieras. Solo nos tenés que asegurar que vas a dormir 3 horas por día y que vas a tomar… el medicamento que te demos”.

“¿Te interesa?”, pregunto el gordo con voz seria.

“Sí…”, contestó Juan. No supo si su respuesta era por el mareo que provocaba el exceso de información en tan poco tiempo, o el miedo, o el dinero que le ofrecían, o por Deborah.

“¡Perfecto!”, dijo el gordo y sonrió a todos. “No perdamos más tiempo entonces: firmá los papeles que te alcanza Martín y pasemos con el Dr. al consultorio”. Había mucha energía y alegría en su voz.

Juan firmó en las cruces. Mientras lo hacía, la analogía de éstas se le presentó grafica en su cabeza, como si estuviese aprobando su propia condena. Jesús lo miraba desde un costado y meneaba la cabeza. Él dejaba de ser cobarde por una vez en su vida, le plantaba en seco la mirada y le decía “tengo un alquiler que pagar, flaco, no me la hagas más difícil”.

Pasaron a un cuarto contiguo. Una oficina adaptada como consultorio. Parecía un estudio de televisión.
“Primero vamos a hacerte unos exámenes, cosas de rutina, para saber cómo opera tu sistema. Presión, esas cosas… después te paso un papel con preguntas sobre vos: historial clínico. Lo completas y listo. No mientas sobre nada. Por último te vamos a pedir examen de orina y sangre”, le explicó el médico.

Los estudios duraron menos de una hora. Lo que más le costó a Juan fue mear en el tarrito. El gordo se le acercó y le dio la mano. “¡Excelente elección! ¿Cómo te llamabas…?”. “Juan”, le recordó Deborah. Juan sonrió. “¡Felicitaciones Juan! Este es un día especial. Te aconsejo que lo celebres. Estamos haciendo algo importante. El futuro de la publicidad se está cocinando acá. El doctor va a analizar los exámenes y si todo está en orden, mañana mismo Deborah te va a estar llamando. Estate atento al teléfono.”.

Juan volvió a su casa y prendió la tele. Mientras veía el noticiero, pensó que en 3 meses podría pagar todas las deudas. Es más… hasta podría buscar un trabajo y acortar el tiempo. Se quedó dormido sin haber comido en todo el día.

Lo despertó el teléfono a las 9 de la mañana.

“Hola…”

“¿Hola Juan? ¿Estabas durmiendo? Soy Deborah, de Lanimilbus. Disculpá. ¿Podrías estar en la oficina en una hora? Los exámenes salieron bien y el doctor quisiera empezar cuanto antes. Estamos todos muy ansiosos.” Juan se dio cuenta de que se había enamorado de la voz de Deborah.

Una hora más tarde estaba en la oficina de Riobamba. El doctor y Deborah estaban excitados. Lo noto en sus miradas. El abogado y el gordo no acudieron al encuentro.

“Mira Juan. Los exámenes dieron perfectos, así que ya podemos comenzar con el proceso. Lo único que vas a tener que hacer es lo siguiente: después de comer, tomás una de estas pastillas. Nada más y nada menos que eso”, el doctor le alcanzó un frasco a Juan. “Tienen el mes inscripto. Las pastillas que te demos en el futuro van a ser las mismas, solo que están discriminadas por tiempo, por un tema de anunciantes”.

“Estamos muy contentos de que hayas aceptado. Además, te notamos entusiasmado. Si la cosa sale bien, seguramente podremos aumentarte el sueldo en los meses que vienen”.

Alguien entró en la habitación.

“Hola a todos. ¿Así que vos sos el famoso Juan?” Se acercó hasta él y le dio la mano.

“El es Adrián Sánchez. Trabaja en Nike,”, le dijo Deborah sonriente. “Confió en el proyecto y está tan emocionado como nosotros”.

“No puedo esperar para empezar. Si esto funciona, vamos a cambiar la historia de la publicidad. ¿Cuántos años tenés Juan?”

“Veinticuatro”.

“Perfecto, perfecto… es el target que queremos manejar. ¿Trabajas?¿Estudias?¿Las dos?”

“En este momento estudio nada más. Administración. Pero estoy buscando trabajo…”

“Trabajo ya conseguiste”, dijo Adrian y luego rió. “Ahora solo ocupate de dormir y estudiar. ¿Haces deportes?”

“Juego a la pelota los domingos”

“Perfecto.”, contestó Adrian, y luego se sentó. “¿Le dieron las pastillas ya?”

“Sí, sí.”, le respondió Deborah con una sonrisa.”Ya estamos para empezar… así que…”, dijo mirando a Juan, “por nuestro lado ya está todo. Te vamos a estar monitoreando. Lo ideal es que duermas lo más que puedas, que no te agites mucho durante el día. Te dejo la tarjeta del Dr. y la mía por cualquier consulta. Durante la semana te voy a estar llamando para organizar el pago. Probablemente te abramos una cuenta en el banco Francés y te depositemos ahí.”

“Acordate esto que es muy importante: tenés que dormir 3 horas mínimo por día. Tomas una pastilla después de comer todos los días, una sola. No hay problema si mezclas con alcohol. Todas las noches UNA pastilla; ni dos ni cero. Cualquier cosa me llamas al número de la tarjeta.”

Juan guardó la cajita con las pastillas en el morral y se paró. Los otros ya estaban en otro tema, hablando entre ellos. Cuando estaba frente a la puerta escuchó: “Que pase el otro”. La puerta se abrió y entró un hombre 10 años más grande que él, sin afeitar y con  un saco marrón. “¡Pase pase Andrés!”, oyó desde el fondo. Juan cruzó el umbral y la puerta se cerró a sus espaldas.

Al salir del edificio vio a un hombre sentado en la puerta. Abrazaba sus piernas y temblaba. Tenía el pelo canoso, aunque aparentaba ser joven. Repetía frases inentendibles. De repente alzó la mirada y choco con sus ojos. “¿Vos venís de ahí adentro? Jajajajaj. ¡Te vas a volver loco! Jajajajajaj. No sabes lo que acabas de hacer flaquito…tirá esa pastillas a la mierda… ¡tiralas! ¡Y corré! ¡Corré lo más rápido que puedas con tus Nike! Jajajajajaja.

Juan fue directo a la facultad. Para eso se tomo el subte D. Se puso a leer los textos que tenía pendientes de Recursos Humanos en un pasillo. “Que loco estaba ese tipo”, pensó.

Al llegar a su casa, calentó el agua para los fideos. Mientras se cocinaban, se dio una ducha rápida. Comió con la tele prendida. Antes de dormir, tomó una de las pastillas y se lavó los dientes.

El teléfono sono a las 9 de la mañana y lo despertó. “Buenos días Juan, ¿estabas durmiendo? ¿Cómo amaneciste?”

“Hola…” dijo Juan tratando de entender que pasaba. “¿Quién es?”.

“Deborah, de Lanimilbus. Estoy acá con el doctor y queríamos saber cómo te fue en tu primer día… noche, jajajaj. Te estuvimos monitoreando desde el consultorio y los parámetros nos dan bien. Pero queríamos saber cómo te sentías.”

“Me siento bien”, dijo Juan bostezando. “Un poco cansado, pero a la mañana siempre estoy así. ¿Qué hora es?”

“Las nueve y 5. Y decime… ¿te acordás lo que soñaste?”

“Mmm, …. Más o menos…En un momento me tomaba el tren… llegaba tarde a algún lado. Veía que el tren llegaba a la estación y me lo iba a perder…”

“¿Lo corrías?”

“Sí. Y… me sentía cómodo de correrlo. Y llegaba a la estación antes que él.”

“¿Algún detalle más que te acuerdes?”

“Creo que tenía unas zapatillas nuevas, cómodas. Tenían un color llamativo. Un verde manzana. ¿Eran las Nike?”.

“Bien…”

“Pero nada más… ¿si me acuerdo de algo les aviso?”

“Sí sí. Igual tranquilo. No hay problema. Venimos bien. Todo se va a ir acomodando. Te vamos a estar llamando estos días para chequear como se desarrolla el proceso. Y para avisarte del pago.”

“Buenísimo”

“Bueno Juan. Te dejo. Ya sabés, por cualquier cosa, nos llamas. Saludos”. Y Deborah cortó.

Juan tomó un café. Tocaron el timbre. Se asomó en silencio y vio por la mirilla que era la dueña del depto. La mujer esperó un rato y luego pasó una nota por debajo de la puerta que casi choca contra su pie. Era una intimación de desalojo. Debía 2 meses de alquiler. Pensó en hablarle por la tarde y explicarle la nueva situación. En dos meses podría ponerse al día. Además, era un buen inquilino, nunca tuvo quejas y no molestaba a nadie. De todas formas comprendía que el mundo no se mueve por buenas intenciones, sino por dinero.

Ese día no cursaba en la facultad así que decidió salir a caminar. Por Santa Fe se cruzó con María, una compañera de Administración 1. Charlaron sobre el profesor y sobre el parcial que tenían en una semana. Arreglaron estudiar juntos el día siguiente en el depto. de Juan, ella llevaría algo para cenar. María no era fea, pero tampoco linda. Tenía un año más que él y se reía de todos sus comentarios. “Creo que me tiene ganas”, pensó Juan mientras esquivaba un puesto callejero.

Llegó la noche y se sentía cansado, aún no habiendo hecho nada de nada en todo el día, salvo una caminata de 20 cuadras y 7 horas de televisión. Antes de apagar el aparato e irse a dormir, vio el spot de unas nuevas Nikes. Eran verdes. El chico del comercial corría sin parar. Lo enfocaban desde varias tomas. Sudaba y se reía. La música era agresiva pero emocionaba e invitaba a superarse. La respiración del muchacho era constante: agitada. Al mismo tiempo se proyectaban en centésimas de segundos imágenes de un tren viajando a toda velocidad. Finalmente, el protagonista llegaba a la estación y veía venir el tren. Se subía y la puerta se cerraba. El sonreía, feliz, con actitud ganadora. Fundido en negro y slogan con marca: Run faster. Nike Green. El tren se alejaba desde una toma aérea.

El despertador sonó una hora seguida. Cuando Juan se depertó se sentía mareado. Decidió no ir a la facultad. Se hizo un té y volvió a la cama. Al rato le llegó un mensaje de María: “Te paso algo? Xq faltaste hoy? Nos juntamos mas tarde? Bss! :P”. Le contesto que si quería, se viniese directo a la tarde y que estaba bien, solo un poco cansado, seguramente por su “nuevo trabajo”. Ordenó un poco el depto. Fue al chino y compró cosas para picar. Si María se quedaba hasta más tarde, de última, pedían una pizza. Se dio cuenta que no tenía plata para eso y sintió vergüenza. ¿En qué momento se había ido todo a la mierda? ¿En qué carajo había gastado tanto?

Apenas llegó a la puerta de su casa escuchó una voz a sus espaldas. “Así que para gastar en boludeces tenés?”, la dueña del depto. tocaba las bolsas flacas que traía en una mano con su bastón. “Ayer te dejé una notita por debajo de la puerta… y no me digas que no sabés leer porque para firmar el contrato lo hiciste… el contrato que no estás cumpliendo”.

“Disculpe Olga, hoy le iba a tocar el timbre y explicar todo”

“No hay nada que explicar. Vos te vas de acá. Seré vieja pero no boluda. Nene, yo necesito esa guita para vivir. Esto es todo lo que tengo, la jubilación no me sirve ni para ir al cine los miércoles. Se nota que sos buen pibe, pero el mundo es malo y nos arrastra a todos. Si no me pagas mañana, te vas.”, y la dueña se fue, apoyándose en cada paso sobre su bastón.

Apenas entró, Juan buscó la tarjeta de Deborah. Llamó desde su celular, pero no tenía más crédito. Quiso pedirle a Olga el teléfono, y de paso explicarle la situación, pero la vieja se había ido de su depto. o no quiso atenderlo. Volvió hasta su cuarto a cambiarse la remera e ir hasta Lanimilbus a pedir algún tipo de adelanto pero comenzó a sentir un mareo. Un cosquilleo en su cabeza, suave, pero firme. Después vio todo blanco, hasta que no volvió a ver nada. Ni a estar consciente.

Cuando abrió los ojos estaba acostado en el suelo. Tenía un gusto ácido en su boca, como a cobre. Buscó el celular y vio en la pantalla que eran las 11 am. Se había quedado dormido toda la noche. Tenía varios mensajes de María. Uno preguntándole a qué hora pasaba. Otro que estaba en la puerta. Uno que decía nada más: abrí! Y los últimos 3 mandándolo a la mierda y preguntándole por qué carajo la invitaba hasta la casa si después no le abría. También tenía tres llamadas perdidas a las 9, 10 y 10:30: número desconocido. Agarró las llaves y salió. En la calle vio acercarse un colectivo. Estaba a 30 metros de la parada. Lo corrió, pero no llegó a tiempo y el colectivo siguió su marcha, indiferente y sin humanidad ni compasión. Caminó todo el trayecto hasta el edificio de Riobamba.

En el trayecto pasó por enfrente de un local de ropa deportiva. Ahí estaban las Nike verdes. Un cartel las ofrecía como lo más indispensable del mundo. El chico de la publicidad se parecía a él, pero tenía actitud en la mirada y en el cuerpo. Salían un dineral, pero las deseó. Las deseó con pasión, con necesidad, con amor, más que a cualquier mujer. No podía costearse ese gasto. No tenía crédito para esa transacción. Lo primero que haría, apenas tuviese plata, era comprarlas. Las Nike eran la prioridad. Después una tarjeta para el celular y arreglar todo con María, después el alquiler, después la cuota de la facultad, después, si sobraba algo, comer.

Al llegar, el edificio no le pareció tan espectacular. El loco seguía sentado en el piso, pero tenía la vista perdida en el horizonte. Se podría decir que estaba contemplativo. Serio o triste.

Entró y se anunció en la recepción. Le pidieron que espere unos momentos. Deborah salió de un ascensor y pasó a su lado sin dirigirle la mirada. Entró a una oficina. La recepcionista no le dijo nada. Un minuto después abrió la puerta y lo llamó por su nombre completo.   

Juan entró con una sonrisa que se le borró al instante. La cara de Deborah permanecía seria, cruel, fría. “A ver chiquito, ¿me explicás por qué ayer no tomaste la pastilla? ¿Ni dos días seguidos podés cumplir? Sos grande, eh… Mira que este laburo no es tan jodido. ¡No es tan jodido tomar una puta pastilla por día! Si tuvieses una enfermedad… ¡te habrías muerto!”

Se quedó callado. Todo el mundo cambiaba de repente de color y lugar. No había suelo firme donde pisar. Ni sogas de donde colgarse. Estaba descalzo, sin sus Nikes… Todo se volvía lava… que quemaba… y el tiempo, el tiempo corría… decisiones… Fue a pedir, y ahora tenía que dar explicaciones. Su poder de negociación era ficticio. Ellos siempre tuvieron el poder. Ellos movían los hilos. Los hilos se quemaban por el calor. No había suelo debajo. Solo le quedaba caer. O esperar.

“Me quede dormido. Me desmaye. Es raro, porque nunca me pasó. Me caí al piso directo.”

“Más vale que no me estés mintiendo. Mirá que nosotros monitoreamos todo. Tenemos un equipo laburando en vos. Esto no es joda pibe. Si te cagas en nosotros, a mi me van a cagar y yo voy a dedicar mi vida a cagarte la tuya. Estamos sólo a un paso de cambiar el mundo. El mundo tal cual lo conoces. Ese de tomarte un colectivo a la mañana todas las mañanas. Confiamos en vos. Confié en vos…”

“Te lo juro Deborah. Ayer me caí desplomado. ¿Puede ser por las pastillas?”

“No puede ser por eso. Testeamos todo. Los análisis salieron bien. Las tenés que tolerar sin problemas. Tu cuerpo lo puede hacer. Ahora igual vamos a tener que empezar de nuevo. Las dos que ya tomaste no cuentan. Te voy a tener que dar unas nuevas. Cancelar el contrato que teníamos, firmar otro… el papelerío me aburre. Pero bueno… así zafamos cualquier quilombo. Toda la mañana me estuvo llamando el tipo de Nike, preguntándome como iba todo. Y yo llamándote a vos. Y vos que no contestabas… Le tuve que mentir, pero solo porque sé que al final esto va a funcionar. ¿Soñaste de nuevo? ¿Pasó algo al menos?”.

“Sueños no…”

“¡Mierda!”

“… pero cuando venía para acá, vi las Nike y las quise comprar. Las verdes, las que soñé la primera noche, las que salen en la publicidad de la tele.”

“Bien… Bien… Eso es algo. ¿Te gustaban de antes?”

“No, ni sabía que existían. Yo uso Topper.”

“Bien… Lo voy a poner en el reporte.”. La cara de Deborah cambió. Sonreía. Vislumbraba el éxito en el futuro. La declaración de Juan le había dado aire, un aire dulce y dorado que la acercaba a la costa de la fama. Ella iba a ser parte de la historia de la publicidad. Iba a cambiar el mundo tal como lo percibíamos. Iba a salir en revistas. Se iba a empapar de elogios. Iba a dar charlas, conferencias, ser la protagonista. Iba a ser una eminencia. Mujer joven, bella, inteligente. Se iba a vengar de todos los hombres que la pisotearon toda su vida. Iba a elegirlos y a usarlos. E iba a empezar por el gordo.

Al notar el cambio en el ambiente, Juan se animó a confesar su visita.  “Lo que te quería pedir… si no es molestia, es un adelanto de la plata. Tengo que pagar el alquiler… y realmente, necesito comprarme las Nikes esas.”.

Deborah volvió a la realidad con un violento baldazo de agua fría, aunque más que agua, fueron las palabras del joven mediocre que estaba sentado frente a ella. Su cara se endureció unos segundos. Luego volvió a sonreír, de una forma extraña, como deben enseñar a hacerlo en las escuelas de negocios.

“Mira Juancito, te explico. Todavía no te podemos pagar. Según el contrato, recién lo podemos hacer después de la primera semana. Y ahora vamos a tener que empezar de cero, así que el conteo empieza hoy. 
Peeeero… entre nos… te ofrezco una alternativa. Visto y considerando que la droga está funcionando bien, pero que nos… que me fallaste… digámoslo así… en tu etapa de prueba… tenemos una a favor y una en contra. Necesito que te comprometas más. Tenés mi número, me tenés que llamar sí o sí, si algo pasa. Las pastillas no te hicieron nada, para que te quedes tranquilo… seguro fue que estabas cansado por exámenes o por salir con muchas chicas…”, Deborah se rió cómplice, guiñándole el ojo. “Lo que te propongo es que empecemos de nuevo, desde el principio. Ahora lo llamo al doctor, le pido las nuevas dosis…. Y… ya que estamos, podemos agregar unas nuevas pastillas, las de otro anunciante. Decime, ¿vos fumás?”

“No. Nunca fume. Buen… un cigarrillo una vez en la secundaria, o dos, para probar, pero no me gustó. Me dio asco.”

“Genial. Bueno, te propongo esto, dos pastillas por día, 6 horas de sueño. Tomás una, te dormís 3 horas. Te despertás. Tomás la otra y te dormís todo lo que quieras. Te doblo el sueldo a $8.000 y ahora te doy un adelanto de mmmm… ¿cuánto querés? ¿Dos mil te alcanzan?”

Respiró el aire frio fuera de la tarde. Como un cachetazo sintió volver a la realidad. Una realidad casi adulta, seria. En un bolsillo tenía los dos juegos de pastillas. En el otro dos mil pesos. Pasó por frente al local de ropa y se quedó mirando las zapatillas un buen rato. Parecía un yonki frente a una montaña de heroína. Indeciso. Babeante. Parecía una trampa. Pero no iba a caer. Todavía tenía algo de lucidez a su favor. Cambió los órdenes de prioridades. Fue hasta un quiosco, compró una tarjeta para el teléfono, la cargó y mensajeó a María, explicándole lo más verosímil posible la situación, invitándola de nuevo, esa misma tarde a su casa, y pidiéndole perdón. Paso por el chino y compro algo para comer. Luego fue hasta el depto. de Olga, y le pagó uno de los meses pendientes. Se comprometió a cancelar toda la deuda el mes entrante, y hasta a adelantarle un mes por las molestias ocasionadas. “Solo con amenazas funcionan Uds. los pendejos”, le dijo la vieja y le cerró la puerta en la cara.

A las 17 en punto tocaron la puerta. Era María. Había traído bizcochitos y mil fotocopias. “¿Te sentís mejor? ¿Hacemos mate?”. Estudiaron hasta que cayó el sol. María se reía de los comentarios de Juan. Él se sentía cómodo con la compañía de ella. La invitó a cenar, pero unas amigas iban a pasar a visitarla por su casa a las 9, así que se tenía que ir. ¿Mañana quizás?

Juan la acompañó hasta la casa. No era tan lejos, pero tampoco era cerca. A la vuelta pasó por el local de ropa deportiva. Lo que le pareció extraño era que el lugar no estaba en la ruta de regreso. ¿Se había desviado inconscientemente hasta ahí? ¿Cómo había llegado? No importaba. Hacía bastante frio y no había nadie en la calle. Todos los negocios cerrados. Incluso ese. En la vidriera, la única iluminación bañaba de luz a las zapatillas, que explotaban en verde. Deliciosas. Inalcanzables. Perfectas. Se imaginó con ellas corriendo por los bosques de Palermo. Siendo el objetivo de todas las miradas, de miradas de chicas, de Deborah, que seguramente también salía a correr. Y ella lo veía a él. Con toda la actitud encima. Un ganador. Un diferente al resto. Y ella lo invitaría a su casa. Y harían el amor. Y la cámara tomaría la escena, con la luz de la luna entrando por las rendijas de la persiana, alumbrándolos entre las sombras. Los dos cuerpos moviéndose y gozando. Y luego la cámara bajaría y enfocaría en un primer plano las dos Nikes, en el suelo, emitiendo verde esmeralda: Run and catch her. Nike Green. Vio un ladrillo en el suelo y pensó en romper el vidrio y llevárselas. No supo por qué no lo hizo. Se fue a su casa tomó la primer pastilla y se acostó en la cama.

El despertador sonó 3 horas después. Fue al baño y meo. Tomó un vaso con agua y sintió el gusto a cobre entre los dientes. En el celular había un mensaje de María: “Estuvo lindo vernos hoy. Mañana la seguimos.”. Tomo la otra pastilla y durmió.

El celular sonó a las 10. “¿Cómo viene todo?”

“¿Quién es?”

“¿Cómo quién es? ¿Ya me olvidaste?”

“¿María?”

“¿Qué María? Jajajaj. ¡Debés ser terrible vos! Y más ahora que tenés plata… soy tu socia. Deborah.”

“Hola Deborah. Disculpá, me quedé dormido. Tomé las dos pastillas anoche.”

“¿Y cómo te sentís?”

“Bien. Un poco cansado.”

“Será porque salís con tantas chicas que no te acordás los nombres…”

“Ja… no sé bien por qué. Toda la semana estuve un poco así. ¿No será por las pastillas? ¿No dan somnolencia o algo?”

“No te preocupes por las pastillas que no te hacen nada malo. Sólo te están dando plata. Estuvimos testeando anoche. Estas respondiendo bien. Los clientes están conformes. Todo está saliendo viento en popa. Espero que sigamos así. Adiós.” Y cortó.

Juan bajo a la calle. Fue al chino. Compró pan, leche, fósforos y un atado de Phillip Morris. Volvió a su casa y mientras preparaba unos mates, prendió un cigarrillo.

Más tarde llegó María. “No sabía que fumabas”, le dijo y señalo el cenicero lleno de colillas. “Empecé hoy, creo”. “Te lo estás tomando bastante enserio. Es un vicio choto, no te metas que después te va a costar salir.”

Estudiaron toda la tarde. El examen era unos días, pero venían bien con el temario. En un momento, decidieron de común acuerdo frenar con tantas fotocopias y tomar unas cervezas. Despabilar un poco la cabeza. Juan bajó por segunda vez en el día al chino. Compró 3 Quilmes y un atado más de Phillip, por si las dudas. Antes de entrar al edificio, caminó unas cuadras hasta el local de ropa. Estaba abierto. Todos los los empleados estaban ocupados atendiendo clientes. Juan se acercó hacia el par. Lo vio. Sintió su aroma a nuevo. A éxito. A placer. Las toco, deslizando sus dedos suavemente entre los cordones, la tela y la goma de la suela. En ningún momento pensó en los chicos que ensamblan esos productos, muy lejos, lejos de su idioma, pero que alimentan con su tiempo a ésta cultura de consumo, la occidental, la que perdió filosofías y dioses, pero que gano miles de adeptos llamados clientes. “Hola, ¿en qué te puedo ayudar?”, lo sorprendió un empleado que se había desocupado y que veía en Juan una comisión del 7%. “¿Las… tendrás en 42 y medio?”, le preguntó casi con culpa. “Esperá que me fijo en el depósito”. El empleado se fue. Juan dio un paneo del lugar y al ver que nadie lo vigilaba, metió el par de muestra en las bolsas junto a las cervezas. Miró unos segundos más otras zapatillas para no quedar en evidencia y se fue.

Llegó a su casa. María tenía cara de ofuscada.

“Tardaste una banda… ¿el chino no está acá al lado?”

“Perdoná, tuve que pasar por otro lado, ¿abro una?”

“¿Qué tenés ahí? ¿Zapatillas? ¿en la bolsa?”.

“Son de un amigo, me debía plata y me las dio en parte de pago”

“Eso es muy de dealer, che… te llamó una tal Deborah… no iba a atender, pero sonó varias veces tu celu… que dejaste acá… y pensé que podías ser vos… que te lo olvidaste… que te paso algo…. Dijo que la llames cuando puedas. ¿Estás saliendo con una minita?”

“Es la mina del laburo, la que te comenté el otro día.”

“No me contaste bien, ¿en qué estás laburando…?”

“Bancá que la llamo, que debe ser algo sobre eso. ¿Vas abriendo una?”

Juan buscó el número en la tarjeta y llamó. Nadie atendía. Llamó al doctor. Tuvo la misma suerte. “Los llamo mañana a primera hora.”, pensó.

Se tomaron las tres cervezas y decidieron ir a comprar un par más. Antes de salir, Juan se calzó las Nike. Le quedaban justas, cómodas, perfectas. Cada paso que daba con ellas le generaba un placer indescriptible. La suavidad del movimiento. El color. Se miró en un espejo entero, notó como su actitud cambiaba. Su mirada era fuerte. Podía hacer todo lo que desease. Podía correr más rápido que un tren, o ganar cualquier mujer. 

El mundo era suyo. Tenía que apurarse a recuperar el tiempo perdido. Juan, run faster and take the world in your hands, you deserve it. Nike Green.  

Tomaron tres cervezas más. Juan fumó otro paquete de cigarrillos, se sentía un poco mareado. Le dolía el pecho. Tosía. María se quedo un rato callada y él aprovechó para darle un beso. Transaron. La respiración de María se agitó. Se desvistieron y cogieron. Solo la luz de la luna entraba por la ventana. A los pies de la cama estaban las Nikes.

Antes de dormir, Juan puso la alarma para dentro de 3 horas y tomó la primera pastilla. Se abrazaron y durmieron. Antes de que suene el despertador, Juan se levantó de una pesadilla. Temblaba y no se acordaba de nada. María se movió, pero siguió durmiendo. Juan fue al baño. Tomó un vaso con agua. Tomó la segunda pastilla. Se acostó pero no consiguió dormir. Fue hasta el living y fumó un cigarrillo. Después otro. 
Después 4 más. Todos de corrido. Seguía temblando. En un momento se quedó dormido en el sofá. Se despertó a las 4 de la tarde. Había una nota de María: Me fui a la facul. La pasé lindo ayer. Espero que se repita. No te desperté porque te noté cansado. Te fuiste de la cama por algo? Llamame cuando puedas.
Se pegó una ducha y se cambió. Salió del depto. con las Nike puestas, ya no sentía el placer del día anterior. Vio el colectivo que pasaba por enfrente, lo corrió pero no lo alcanzó. Estaba agitado. Le dolía el pecho como nunca y en la boca tenía el gusto acido de nuevo. Un gusto fuerte y metálico. Caminó hasta Riobamba. Llegó al edificio agitado. Transpiraba aunque hacía frio. Las manos le temblaban. El loco ya no estaba más.

Entró y se anunció. La recepcionista le dijo que ni el doctor ni la Srta. Deborah habían pasado hoy por sus oficinas, y que tampoco se habían contactado.

Fue hasta una plaza y se sentó en un banco. A un lado, unos jubilados hacían gimnasia. Del otro, dos paseadores de perros charlaban y fumaban faso. Los perros corrían, atados entre ellos por una misma correa, y no se alejaban. Estaban atrapados en sí mismos, presas de egos que no entendían. Se quedo dormido. Soñó que corría, muy rápido, pero que la velocidad no alcanzaba. Corría a Deborah, ella también corría, con unas Nikes rosas. Al lado de ella corría el doctor. De los bolsillos de su delantal caían pastillas de colores. Juan se agachaba a recogerlas mientras corría, y las tomaba, cientos de pastillas. Deborah se daba vuelta de a ratos y lo miraba. Le sonreía. Después miraba al doctor y lo besaba. Juan se esforzaba para alcanzarlos, pero no llegaba nunca. Hasta que tuvo que frenar en un quiosco a comprar unos Phillip Morris Box. La quiosquera era María. Le decía que no tenía cambio, que tenía que pagar justo. Juan le arrebataba los cigarrillos, se prendía uno y se sentía mejor.  María le sonreía entre el humo y le decía que lo deseaba. Que el cigarrillo en los dedos lo volvía sexy. Le pedía que la poseyera sobre el mostrador, a los ojos de todos. Justo en ese momento pasaba por detrás Deborah, corriendo, le tocaba el culo. Juan salía corriendo detrás de ella. Cuando pitaba el cigarrillo más rápido corría. Hasta que de repente sentía que no entraba más aire en sus pulmones. Frenaba y miraba al suelo. Las Nikes estaban desgastadas, rotas, descoloridas. No podía caminar, ni respirar. Ni moverse. Fue en ese momento cuando se despertó y vio como dos nenes lo estaban pungueando con un cuchillo.

Volvió a su casa y llamó de nuevo a Deborah y al doctor. Nadie contesto. Dejo mensajes de voz y de texto. Esperó. Quiso pedir algo para comer al delivery de la rotisería pero cayó en la cuenta de que no tenía más plata. Llamó a María. Tampoco contestaba el teléfono. Cruzó de casualidad la mirada con el calendario de la pared. El examen era hoy. Luego se desmayó.

Se despertó a las 11 de la noche. Tenía varios mensajes de María, pero ninguno de algún representante de Lanimilbus. Tomó la primera pastilla y se durmió al instante. A las 3 horas volvió a despertarse. Tomó la segunda pastilla y volvió a la cama. Se despertó con el sonido del timbre. No preguntó quién era, simplemente bajó y abrió la puerta. Era el abogado de Lanimilbus.

“Lindas zapas”, le dijo sonriente. “Necesito que me firmes estos papeles, cuestiones legales, nada raro. Necesito que me los firmes ya, que me tengo que ir a ver a otro cliente”

“¿Qué dicen?”

“Nada, son reformulaciones del primer contrato, ahora que se modificaron las dosis. Pura burocracia. Laburo para que la gente como yo justifique su salario, jajajaj.”

 “Deborah no me contesta los llamados.”

“Está en Paraguay con el doctor, viendo si pueden abrir una sede de Lanimilbus allá. Esto está creciendo rápido. Pronto vuelve. ¿Cómo te sentís vos?”

“Más o menos. Ayer creo que me desmayé.”

”¿Pero estás tomando las pastillas? ¿Ayer las tomaste?”

“Sí, sí.”

“Bien pibe. Tranquilo que cada vez va a ser más fácil. Estás respondiendo bien. Deborah está contenta con vos. Ahora, firmame esto por favor.” 

El abogado guardó los papeles en el maletín, saludó a Juan, se subió a un auto y se fue.

Sonó el celular y Juan atendió. “¡Boludo! ¿Por qué no me atendés? ¿Por qué no fuiste al examen, si sabías? Perdiste la cursada.” Cortó y guardó el celular en el bolsillo. Estaba mareado. Tenía hambre. Caminó sin dirección un rato. Pasó por enfrente al local de ropa deportiva y el empleado que lo había atendido lo reconoció: “¡Es él, el que se choreó las Nikes!”, gritó mientras lo señalaba. Lo empezó a correr junto con otros dos empleados. Juan huyó con las fuerzas que le quedaban, pero en la esquina chocó contra un tipo de traje y quedó tendido en el suelo. Los empleados lo alcanzaron. “¡Hijo de puta! ¡Me lo descontaron del sueldo!”. Y lo pateaban entre todos, al cuerpo de Juan, y, si aún le quedaba algo de alma, a ella. Quedó sangrando en el piso un rato hasta que alguien llamó al SAME. Se lo llevaron en una ambulancia, descalzo.
“¿Qué te andas mandando? ¿Qué te andas metiendo pibe? Estas hecho mierda…”, le decía el doctor mientras le revisaba las pupilas. Juan sacó del bolsillo las pastillas y se las dio. El médico las vio por un momento y las apoyó en el escritorio. Después Juan sintió un pinchazo, y sangre irse de su cuerpo. “Tomá nene, con este vale pedí un café con leche en la cafetería. Primero igual completame estos papeles con tus datos. Nosotros te llamamos cuando estén los resultados. Y no te metas más porquerías en el cuerpo.” Juan llenó el papel, agarró las pastillas y se fue. El café le trajo vida al cuerpo. Se acordó de María y quiso llamarla, pero el celular estaba roto, seguramente victima de la golpiza. No tenía zapatillas y el piso estaba frio. Salió del hospital. Tardó un rato en ubicarse. El día estaba nublado. Probablemente serían las 7 u 8 de la tarde. Caminó pinchándose con todo lo que estaba regado en el suelo. Pensó que la ciudad estaba muy sucia y prometió nunca más tirar colillas al piso. Pasó por un quiosco y con las monedas que le quedaban compro cigarrillos. Fumó como si fuese el último día de su vida. Con violencia y desesperación, hasta que le agarró un ataque de tos y tuvo que frenar. Llegó hasta Palermo. Se metió en los bosques y vio a la gente correr. A la distancia, un joven adulto, de pelo corto y prolijo corría mirando su reloj. Tenía las Nike Green, esas mismas que le habían arrebatado hace un rato. Esas mismas que necesitaba para vivir. Que le daban sentido a su horrenda existencia vulgar. Cuando el corredor pasó frente a él, Juan le metió una patada que lo hizo trastabillar y caer de cara al suelo. “¡Quedate quieto o te cago a trompadas! ¡Dame las zapatillas o te boleteo!”, le gritó mientras le desabrochaba los cordones. Se las puso, le quedaban justas. Y el calor de la transpiración ajena le vino bien para contrarrestar el frio acumulado en el día. Salió corriendo y se trepó a un árbol. Vio al tipo pasar debajo, buscándolo, descalzo. Se acomodó en la seguridad de la copa que formaban las hojas y las ramas, esperando a que la noche apareciese y lo cobijara en su sombra.
A la hora bajo y caminó hasta su casa. Iba mirando hacia todos lados, y no escuchó los piropos de las travestis. Cuando estaba llegando a su casa notó que María lo esperaba en la puerta. Miraba el reloj y suspiraba. Esperó en la esquina hasta que se fuera. Luego entró. Eran las 10 de la noche. Tomo la primera pastilla e intento dormir, pero no pudo. Al rato comenzó a soñar, aunque seguía despierto. Las imágenes se interponían. Veía la TV, pero el chico de las Nike, aparecía fuera del aparato. Se pellizcó y sintió el dolor. Así estuvo las 3 horas. Tomó la segunda. Las imágenes se volvían más nítidas. El chico de las Nikes ahora fumaba, entraba y salía del televisor todo el tiempo. Corría por toda la habitación. Se frenaba frente a Juan y le fumaba en la cara. Después abría la puerta Deborah, abrazada al doctor y al abogado. Se sentaban al lado de Juan y se reían de él. El chico de la publicidad se paraba frente a Deborah y la besaba. Después la levantaba y se la llevaba al dormitorio. Juan escuchaba los gemidos de placer de ambos. Mientras, el doctor y el abogado reían y fumaban. Los dos tenían Nikes.

Se despertó y fue hasta Lanimilbus. Pidió hablar urgentemente con Deborah, pero la recepcionista le confirmó, molesta, de que la Srta. no estaba y que no volvería hasta la semana siguiente. Juan empezó a gritar. A golpear el mostrador. A amenazar. Apareció el guardia de seguridad e intentó detenerlo. Juan lo golpeó y lo tiró al suelo. De una patada abrió la oficina al lado de la recepción. Dentro estaban el abogado, Deborah, el médico de la empresa, el médico de la guardia, María, el gordo, el anunciante de Nike, y un tipo más. “Sentate ahí”, le dijo el abogado, serio. Juan se sentó en la misma silla que hacía una semana había ocupado. “¿Qué mierda me pasa? ¿Qué me dieron? ¿Por qué todos tienen Nikes? ¿Por qué todos fuman? ¡No soporto el humo! ¡Todo este humo en esta habitación!”. El guardia entró corriendo. “Deja Javier, nosotros nos ocupamos de este pibe. Cualquier cosa te llamamos”, dijo el gordo.

“Chiquito, que débil resultaste”, dijo Deborah mirándolo con compasión.

“Por favor… cúrenme…”

“¿Tenés la plata que te dimos?”, preguntó el gordo.

Juan negó con la cabeza. Sudaba. Temblaba. Lloraba.

“Entonces no podemos hacer nada por vos. Vamos a rescindir el contrato. No cumpliste con nosotros.”
“¿¿Cómo que no?? ¡Tome toda esa mierda que me dieron!”

“Acá el doctor que te atendió ayer dice otra cosa. Los exámenes dieron cocaína en sangre. Nos mentiste. Gracias doctor. Disculpe las molestias que le ocasionó este tipo. Nosotros nos ocupamos desde acá. Cobre el dinero en la recepción. Recuerde que esto es confidencial por favor.”

El doctor se fue mirando secamente a Juan.

“¿Qué cocaína? ¡Si yo no tomo cocaína!”

“Estás teniendo un brote psicótico. Te aconsejo que te calmes, respira profundo, ¿querés un cigarrillo?”
El tipo que Juan no conocía se acercó hasta él y le ofreció un Phillip Morris. Juan lo encendió. Se sentía más tranquilo. “¿Qué haces vos acá?”, le preguntó a María.

“No me contestaste más, fui a tu casa. No apareciste. Ellos me explicaron todo. Me contaron sobre tu adicción. Juan, ¿por qué no me contaste nada? Yo te podía ayudar… mi hermano pasó por algo parecido pero se curó. ¡Hasta tenés una denuncia por robo! Sos un adicto. Sos un chorro… nunca me hubiese imaginado que…”, y María lloró.

El gordo la abrazó y le dijo “ya,ya” para tranquilizarla. “Para que tu amigo esté bien,  acordate que necesitamos que testifiques. Sino no lo podemos derivar.” Ella movía la cabeza diciendo que sí.
“¿Testificar qué? ¿Qué vas a testificar?”. Juan se paró e intentó caminar hacia el grupo, pero el mareo volvió, más fuerte que nunca a su cabeza, y tuvo que sentarse.

“Como bien sabes pibe, esta es una clínica de rehabilitación. Como también sabes, intentamos ayudarte pero si vos no pones voluntad… flaco… las cosas no salen. Ahora te vamos a mandar a una granja donde esperamos que tengan más éxito que el que tuvimos nosotros. Todo sea por tu bien.”, dijo el gordo. El abogado se llevó a María de la oficina. Al salir cerró la puerta.

“Bueno, vamos a lo que nos compete, doctor…”

“La droga surtió el efecto que esperábamos. Generó el estímulo y creó la dependencia en el sistema. El deseo se materializó. Bien lo puede notar. Este chico no fumaba.”, le comentó el doctor al desconocido que le dio el cigarrillo a Juan. “A ver pibe, ¿cuánto fumaste estos días?”.

“No se…”

“¿Más o menos?”

“Cinco… seis atados”.

“Perfecto”, dijo sonriente el desconocido.

“Por eso le decía. La droga, en ese aspecto, funciona perfectamente. Todavía tenemos que hacer más pruebas. Lograr que se estabilice en el cuerpo, de una forma armónica. Que se acomode con los hábitos del sujeto que la tome y que no trascienda de forma violenta al estado consciente, sino… que sea una leve pero contundente sensación. Quizás si le sacamos el cloruro de cobre…”

“Me parece bien. Vamos a seguir apoyando el proyecto. ¿En cuánto tiempo cree que podrán corregirlo”
“Creo que probando en tres sujetos más ya va a estar casi cerrado”.

“Mire que ya van como diez ya. Mucho más no lo vamos a poder dilatar. Me están pidiendo resultados firmes desde arriba. Intente que sean dos.”

“Lo sabemos, los otros anunciantes también quieren que esto esté cuanto antes. Pero no podemos forzar mucho. Necesitamos experimentar un poco más. Mire como quedo este pibe… no podemos salir con esto “legalmente”, Ud. me entiende. Además, quedaríamos todos pegados. Y ya hay mucho dinero invertido. Sería una lástima echar todo a perder en esta fase…”

“Más vale… bueno, espero su llamado entonces. Saludos”. Y el desconocido se fue de la oficina.
“¿Qué están haciendo conmigo? ¿Deborah…?”

“Mira chiquito… el contrato se cancela. Realmente creímos que vos podrías funcionar bien. No sé qué pasó. Pero así no nos servís. No te preocupes. No vamos a levantarte cargos. Vamos a sacarte esa denuncia que tenés por hurto para que nadie te joda. Pero no pases más por acá, porque no vas a conseguir nada. Gracias y suerte. Javier, vení por favor y llevate al muchacho que ya terminamos.”
El guardia levanto a Juan y lo cargó hasta la entrada. Una vez que cruzaron la puerta del edificio lo tiró al suelo. “Rajá de acá pibe. Y agradecé que no te cago a trompadas.”

Juan se quedó tirado al lado de la puerta. Ni siquiera quiso volver a entrar. Temblaba. Vio como un joven se acercaba y chequeaba la dirección del establecimiento con la de un volante que traía en la mano.
El joven entró y se anunció: Pedro Gutiérrez. La recepcionista le pidió que aguarde unos minutos. Que lo iban a llamar.

“Bueno chicos, métanle pata con esto así cerramos los contratos de una vez. Quilmes también quiere entrar antes de que se entere Heineken. Están ansiosos, y necesitamos lucrar con eso.”, dijo el gordo y se fue de la oficina.

“¿Tres?... ¿Vos crees que con tres ya vamos a estar? ¿Con cuántos más vamos a probar? Los estamos haciendo mierda.”, le dijo Deborah al médico.

“Nosotros no los obligamos a venir. El mundo de mierda de ahí afuera es el que los trae. Vamos a probar con todos los que necesitemos, con todos los que sean necesarios hasta alcanzar lo que queremos… lo que ellos quieren. Te recuerdo que no somos una ong, el altruismo déjaselo a las iglesias. Y tampoco te preocupes tanto por estos, que los que vienen…, los que realmente van a entrar al juego, van a terminar peor. Además, acordate por qué estamos acá. ¿Vos no querías hacer carrera? ¿No querés que tu nombre aparezca en todos lados? te haces la santa… recién ahora te dan lastima estos pibes… hace un año no te importaba nada. Hay que ensuciarse un poco nena. Hay que meter las manos en la mierda a veces para sacar el oro. Y yo no quiero una moneda, quiero el cofre lleno. Y sé que vos también. La moral… ¿para qué estudiaste marketing?”

Deborah acarició su panza. Hacía horas se había enterado de que estaba embarazada. No sabía de quien, si del gordo, del médico, del anterior “empleado” o del abogado. De todas formas, eso no le preocupaba en ese momento.  Su miedo residía en la ambición; la suya y la de los que la rodeaban. Su miedo estaba en el futuro, y en su injerencia. Su miedo era el de estar equivocada. Y de que fuese demasiado tarde. E inevitable.       



Diego Schnabel  1/04/2013