Simplemente diálogos, que van tomando forma (de alguna forma) y terminan donde tienen que llegar. Diálogos con vida propia, que a veces corren, a veces se detienen a pensar, y a veces disparan balas y verdades. Radiografía de un mundo igual, pero visto de distinta manera.

sábado, 1 de junio de 2013

un muchacho.





Cuando el muchacho abrió la puerta y entró en el bar supe que algo iba a pasar. No sé si fue por su ropa, el frío que entró con él o su silencio. Se sentó en la barra y con una seña me pidió una cerveza. La gente lo miraba. Él ni se inmutó. Parecía perdido en algún pensamiento pesado. Después de la primera, pidió y tomó la segunda. Recién en ese momento, sin mirarme y con voz rasposa y sufrida, me preguntó donde había un lugar para pasar la noche. Yo que soy un tipo de pocas palabras con los extraños, le señalé hacia afuera, enfrente, cruzando la plaza, el hotel blanco con el cartel despintado “Albergue del Sur”. Me agradeció con un gesto leve, dejo muchos billetes de poco valor sobre la barra, dio un sorbo duro al vaso y se fue. Recuerdo que todos estaban pendientes de sus pasos, pero él solo miraba hacia el adelante. Al salir, la nieve comió su silueta y todos volvieron a sus asuntos. Ocurrió hace menos de un mes.

Al día siguiente el pueblo despertó con un sol amarillo y gritos de niños. Los hijos de Oscar, que estaban yendo al colegio, se cruzaron en la plaza con un cuerpo tirado y olvidado. El más chico lloraba y pedía por su mamá. El otro lo tocaba con un palo para ver si se movía. Yo veía la escena desde la ventana de mi cuarto, que está sobre el bar. Me vestí ya que nadie se acercaba y los chicos parecían necesitar ayuda. Pero lentamente comenzó a acercarse la gente y preferí quedarme en mi lugar y ver todo desde ahí. Cuando dieron vuelta el cuerpo para ver quién era, resultó ser el muchacho del día anterior. Tenía la cara blanca, probablemente por el violento frío de la noche anterior. Me acuerdo de las muecas horrorizadas. El asco en algunas miradas. Todos abrieron paso cuando apareció la farmacéutica. Con los pelos desordenados y la bata hindú parecía más una shaman que una comerciante de medicamentos. Ella tomo la posta de la situación con una autoridad auto impuesta. Separó a los curiosos del cuerpo y los mandó a sus casas. Se quedó hablando un rato con la madre de los chicos, que acababa de llegar. Cuando el intendente y el comisario aparecieron en la plaza, el lugar ya estaba desierto. Por la tarde noche prendí los faroles y el fuego de la cocina. También puse leña en la estufa central. Limpié las copas y los vasos sucios del día anterior. Nadie abría la puerta. Nadie se acercaba al bar. Eso era raro, ya que era viernes y en el pueblo no hay mucho para hacer en invierno mas que emborracharse y contar las mismas historias de siempre, junto al fuego.

A las 12 entró Oscar. Me pidió un whiskey. En su cara había culpa. Esperé a que no aguantase más y me contase qué estaba pasando. Los borrachos son así: no toleran guardarse la verdad. Me confesó, susurrando, que la farmacéutica había declarado el estado de sitio por epidemia. Que el muchacho que había muerto tenía una especie de rabia sumamente contagiosa y que todo el que se había acercado al cuerpo peligraba de estar infectado. Nadie había salido esa tarde de su casa, salvo a la farmacia a comprar los costosos medicamentos. También me contó que mi bar estaba en cuarentena y que todos los clientes que habían confesado haber cenado la noche anterior en él, necesitarían tratamiento especial y aislamiento. Le pregunté si el muchacho había pasado por su hotel. Me dijo que no. Al otro día desperté más tarde que de costumbre. Me asomé por la ventana. El cuerpo seguía tirado en el centro de la plaza. Nadie caminaba por las calles. Había, eso sí, una fila formada en la entrada de la farmacia. Entre los clientes se mantenía una distancia absurda. Los más chicos usaban barbijos improvisados con telas de alguna remera vieja. Me causaba gracia en ese momento la actitud de mis vecinos. Era evidente (al menos, para mí) que aquel extraño no cargaba con enfermedad alguna. Solo arrastraba un pasado, algunas penas y una que otra deuda, como cualquiera de nosotros. Pero parecía un tipo sano, sin dudas. Vi desde arriba como el intendente y el comisario se acercaban a mi bar y ponían la cinta de clausura. Ni siquiera se detuvieron a verme o a saludar. Cumplieron con su deber y cruzaron la plaza hasta la farmacia. No hicieron la fila, entraron directo. Así pasaron días.

Recuerdo cuando vi caer al primero. Desde la ventana pude observar detenidamente como un joven se desplomaba en la plaza, a metros del cuerpo ya putrefacto del muchacho. No gritó, no se quejó, solo murió mirando hacia abajo. Si hubiésemos tenido un cura en el pueblo, me imagino que en aquel momento hubiese gritado a viva voz que era obra del diablo. Por suerte no había nadie que se dedicase a los dioses.
Después de aquel joven le siguieron una pareja de viejitos. Traté de tranquilizarme racionalizando. Las edades eran excusa suficiente, no así, la simultaneidad. También cayeron en la plaza.
Después de 3 semanas ya no había filas en la farmacia. A veces, uno o dos entraban y se iban al rato con desesperanza en los ojos. Era simple: ya nadie tenía plata para pagar los medicamentos así que se resignaban y se dedicaban a morir lentamente. Esperando que el día del juicio final fuese, al menos, pronto. La gente se había acostumbrado a esquivar los cadáveres cuando cruzaban la plaza.
Yo me sentía bien. Tenía mis provisiones. Solo me dedicaba a ver por la ventana quien caía en la plaza. Hasta anotaba: jueves 15, 13 horas: murió Alfonso, simplemente cayó de frente. Viernes 16, 18 horas: Murió María, la maestra. Los únicos días que le escapaba al morbo eran los domingos, que me parecían muy deprimentes para andar haciendo esas cosas.


Finalmente todos los habitantes del pueblo murieron (según mis cálculos). Todos de la misma razón: ninguna. Todos en el mismo lugar: la plaza. Algunos cuerpos ya estaban en una descomposición avanzada y el olor en el aire era agrio. Hasta el intendente y el comisario fueron juntos a morir a la plaza. Y entonces salió la farmacéutica de su local junto a un joven. Bordeó la plaza hasta la entrada del bar y esperó que su acompañante rociase con varios bidones de nafta los cuerpos. Tiro también unas cajas que parecían tener remedios dentro. Luego tiro un zippo encendido y se formó la hoguera más grande que haya visto en mi vida. Lastima que era de día, de noche hubiese sido mas impactante. Rompió la cinta de clausura y entró. Yo baje corriendo y me puse detrás de la barra, actuando como si nada pasase. Se sentó en el taburete frente mío. El joven se quedó en una mesa cerca de la puerta. “Una cerveza”, me dijo. Mientras tomaba me miraba. De repente sonrió. “Este pueblo estaba condenado desde hace mucho antes”. No sabía que decirle. Todas las preguntas que había ido formulando ese tiempo se habían evaporado junto a las vidas. “Mira, yo me voy de acá. Ya no queda nada y tengo plata para fundar un pueblito”. “¿Quién es él?”, le pregunté finalmente. Nunca había visto a ese chico. “Es mi ayudante, el hijo de mi proveedor de remedios. Bueno, ahora si me voy. Chau.”. Se paró, dejo un fajo de plata sobre la barra (aunque el dinero ya no tenía sentido) y se fue. El joven la siguió como una sombra y los dos desaparecieron en la nieve que acababa de comenzar a caer. 


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