Cuando el muchacho abrió la puerta y entró en el bar supe
que algo iba a pasar. No sé si fue por su ropa, el frío que entró con él o su
silencio. Se sentó en la barra y con una seña me pidió una cerveza. La gente lo
miraba. Él ni se inmutó. Parecía perdido en algún pensamiento pesado. Después
de la primera, pidió y tomó la segunda. Recién en ese momento, sin mirarme y
con voz rasposa y sufrida, me preguntó donde había un lugar para pasar la
noche. Yo que soy un tipo de pocas palabras con los extraños, le señalé hacia
afuera, enfrente, cruzando la plaza, el hotel blanco con el cartel despintado
“Albergue del Sur”. Me agradeció con un gesto leve, dejo muchos billetes de
poco valor sobre la barra, dio un sorbo duro al vaso y se fue. Recuerdo que
todos estaban pendientes de sus pasos, pero él solo miraba hacia el adelante.
Al salir, la nieve comió su silueta y todos volvieron a sus asuntos. Ocurrió
hace menos de un mes.
Al día siguiente el pueblo despertó con un sol amarillo y
gritos de niños. Los hijos de Oscar, que estaban yendo al colegio, se cruzaron
en la plaza con un cuerpo tirado y olvidado. El más chico lloraba y pedía por
su mamá. El otro lo tocaba con un palo para ver si se movía. Yo veía la escena
desde la ventana de mi cuarto, que está sobre el bar. Me vestí ya que nadie se
acercaba y los chicos parecían necesitar ayuda. Pero lentamente comenzó a
acercarse la gente y preferí quedarme en mi lugar y ver todo desde ahí. Cuando
dieron vuelta el cuerpo para ver quién era, resultó ser el muchacho del día
anterior. Tenía la cara blanca, probablemente por el violento frío de la noche
anterior. Me acuerdo de las muecas horrorizadas. El asco en algunas miradas.
Todos abrieron paso cuando apareció la farmacéutica. Con los pelos desordenados
y la bata hindú parecía más una shaman que una comerciante de medicamentos.
Ella tomo la posta de la situación con una autoridad auto impuesta. Separó a
los curiosos del cuerpo y los mandó a sus casas. Se quedó hablando un rato con
la madre de los chicos, que acababa de llegar. Cuando el intendente y el
comisario aparecieron en la plaza, el lugar ya estaba desierto. Por la tarde
noche prendí los faroles y el fuego de la cocina. También puse leña en la
estufa central. Limpié las copas y los vasos sucios del día anterior. Nadie
abría la puerta. Nadie se acercaba al bar. Eso era raro, ya que era viernes y
en el pueblo no hay mucho para hacer en invierno mas que emborracharse y contar
las mismas historias de siempre, junto al fuego.
A las 12 entró Oscar. Me pidió un whiskey. En su cara había
culpa. Esperé a que no aguantase más y me contase qué estaba pasando. Los
borrachos son así: no toleran guardarse la verdad. Me confesó, susurrando, que
la farmacéutica había declarado el estado de sitio por epidemia. Que el
muchacho que había muerto tenía una especie de rabia sumamente contagiosa y que
todo el que se había acercado al cuerpo peligraba de estar infectado. Nadie
había salido esa tarde de su casa, salvo a la farmacia a comprar los costosos
medicamentos. También me contó que mi bar estaba en cuarentena y que todos los
clientes que habían confesado haber cenado la noche anterior en él,
necesitarían tratamiento especial y aislamiento. Le pregunté si el muchacho
había pasado por su hotel. Me dijo que no. Al otro día desperté más tarde que
de costumbre. Me asomé por la ventana. El cuerpo seguía tirado en el centro de
la plaza. Nadie caminaba por las calles. Había, eso sí, una fila formada en la
entrada de la farmacia. Entre los clientes se mantenía una distancia absurda.
Los más chicos usaban barbijos improvisados con telas de alguna remera vieja.
Me causaba gracia en ese momento la actitud de mis vecinos. Era evidente (al
menos, para mí) que aquel extraño no cargaba con enfermedad alguna. Solo
arrastraba un pasado, algunas penas y una que otra deuda, como cualquiera de
nosotros. Pero parecía un tipo sano, sin dudas. Vi desde arriba como el
intendente y el comisario se acercaban a mi bar y ponían la cinta de clausura.
Ni siquiera se detuvieron a verme o a saludar. Cumplieron con su deber y
cruzaron la plaza hasta la farmacia. No hicieron la fila, entraron directo. Así
pasaron días.
Recuerdo cuando vi caer al primero. Desde la ventana pude
observar detenidamente como un joven se desplomaba en la plaza, a metros del
cuerpo ya putrefacto del muchacho. No gritó, no se quejó, solo murió mirando
hacia abajo. Si hubiésemos tenido un cura en el pueblo, me imagino que en aquel
momento hubiese gritado a viva voz que era obra del diablo. Por suerte no había
nadie que se dedicase a los dioses.
Después de aquel joven le siguieron una pareja de viejitos.
Traté de tranquilizarme racionalizando. Las edades eran excusa suficiente, no
así, la simultaneidad. También cayeron en la plaza.
Después de 3 semanas ya no había filas en la farmacia. A
veces, uno o dos entraban y se iban al rato con desesperanza en los ojos. Era
simple: ya nadie tenía plata para pagar los medicamentos así que se resignaban
y se dedicaban a morir lentamente. Esperando que el día del juicio final fuese,
al menos, pronto. La gente se había acostumbrado a esquivar los cadáveres
cuando cruzaban la plaza.
Yo me sentía bien. Tenía mis provisiones. Solo me dedicaba a
ver por la ventana quien caía en la plaza. Hasta anotaba: jueves 15, 13 horas:
murió Alfonso, simplemente cayó de frente. Viernes 16, 18 horas: Murió María,
la maestra. Los únicos días que le escapaba al morbo eran los domingos, que me
parecían muy deprimentes para andar haciendo esas cosas.
Finalmente todos los habitantes del pueblo murieron (según
mis cálculos). Todos de la misma razón: ninguna. Todos en el mismo lugar: la
plaza. Algunos cuerpos ya estaban en una descomposición avanzada y el olor en
el aire era agrio. Hasta el intendente y el comisario fueron juntos a morir a
la plaza. Y entonces salió la farmacéutica de su local junto a un joven. Bordeó
la plaza hasta la entrada del bar y esperó que su acompañante rociase con
varios bidones de nafta los cuerpos. Tiro también unas cajas que parecían tener
remedios dentro. Luego tiro un zippo encendido y se formó la hoguera más grande
que haya visto en mi vida. Lastima que era de día, de noche hubiese sido mas
impactante. Rompió la cinta de clausura y entró. Yo baje corriendo y me puse
detrás de la barra, actuando como si nada pasase. Se sentó en el taburete
frente mío. El joven se quedó en una mesa cerca de la puerta. “Una cerveza”, me
dijo. Mientras tomaba me miraba. De repente sonrió. “Este pueblo estaba
condenado desde hace mucho antes”. No sabía que decirle. Todas las preguntas
que había ido formulando ese tiempo se habían evaporado junto a las vidas.
“Mira, yo me voy de acá. Ya no queda nada y tengo plata para fundar un
pueblito”. “¿Quién es él?”, le pregunté finalmente. Nunca había visto a ese
chico. “Es mi ayudante, el hijo de mi proveedor de remedios. Bueno, ahora si me
voy. Chau.”. Se paró, dejo un fajo de plata sobre la barra (aunque el dinero ya
no tenía sentido) y se fue. El joven la siguió como una sombra y los dos
desaparecieron en la nieve que acababa de comenzar a caer.
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