Simplemente diálogos, que van tomando forma (de alguna forma) y terminan donde tienen que llegar. Diálogos con vida propia, que a veces corren, a veces se detienen a pensar, y a veces disparan balas y verdades. Radiografía de un mundo igual, pero visto de distinta manera.

miércoles, 22 de junio de 2011

Pocas palabras. Profeta.



Me levante de la cama como pude y fui hasta el baño. Ni siquiera frené frente al espejo. Ese día no. Ese día fue diferente.

A diferencia de mi rituálica rutina, ese mediodía me vestí con colores vivos y preparé un té.

Salí al exterior de mi casa, al interior del mundo, y di una fuerte bocanada de aire. En vez de quedarme encerrado como tantas veces hacía por inercia de sedentarismo y protección de persianas bajas, caminé.

Al rato caí en la cuenta de que había recorrido una distancia considerable, que podía ser medida en kilómetros u horas. Pero había perdido la noción del tiempo y solo contaba en personas y/o latidos.

De repente oí pasos a mis espaldas y vi una sombra que se me adelantaba. Un hombre me seguía y el sol lo dibujaba en el piso, en negativo. No se trataba de una casualidad. De todas formas no le di importancia, aunque su ritmo se acoplara armónicamente al mío.

A los mil latidos noté la presencia de siete hombres detrás. Seguí hacia adelante.

Llegué hasta un lugar donde el sol jugaba esconderse con cierta dificultad, por el hecho de que las casas bajas le dejaban espacio al cielo para explayarse. No había gente disfrazada de traje. No había corbatas ni colectivos. En mis invisibles 180 grados respiraban alrededor de cincuenta personas.

Frené un instante sin quitar la vista del horizonte. Anochecía. Escuché los murmullos de mis acompañantes, pero ninguna palabra en concreto. Mi ropa estaba transpirada. Noté que no había tomado líquido en todo el día desde aquel té. Por fin me di vuelta. El grupo en conjunto me vio a los ojos y sentí el peso de mirada. Una madre le dijo algo a un chico (aparentemente su hijo). Éste se acercó hacia mí y me ofreció una botella con agua. Dos sorbos saciaron mi sed y se la devolví junto con una sonrisa.

Me quedé mirándolos un rato. Contemplándolos. Estudiándolos. Tratando de entender que hacían ahí; cuál era su motivación. No pude contener más la curiosidad, así que les pregunte: ¿Por qué me siguen?

Al unísono comenzaron a hablar en voz baja, mirándose entre ellos. No podían ocultar su perplejidad.

Uno tomó coraje y contestó en nombre de todos. “Por la seguridad en tus pasos, por la convicción de tu mirada, por la vida en tu vestir. Te seguimos porque creemos que cargás con una verdad, y queremos conocerla.”

Lo miré con un poco de lastima. Como un profesor que sabe que el alumno se esforzó, pero que no tiene opción y deberá aplazarlo. ¿De qué verdad estaba hablando? Luego recorrí uno por uno a aquellos caminantes. Sus rostros esperanzados, sus cuerpos agotados.

“Lo siento”, les dije con voz calma por el desgaste físico, “yo no tengo ninguna verdad, solo fue un impulso”.

Volvieron a cuchichear entre ellos. La masa de sonido se acrecentó cada vez más. Parecían indignados por aquella respuesta. Tristes. Un par se fueron. Otros esperaron alguna palabra más. La madre lloró y abrazó al pequeño.

Miré hacia el cielo. Las nubes se acumulaban entre ellas y se superponían queriendo imponer su egocéntrico protagonismo. Primero cayó una gota. Luego siete. Finalmente se echó a llover. Vi la luz amarilla de un taxi a una cuadra y le hice señas. El auto se acercó y me subí en él. Mientras me secaba el pelo como podía, vi por el retrovisor al grupo de hombres y mujeres que aún seguía esperando que algo pasara.

Hay cosas que nunca entenderé.


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