Juan se despertó cansado aquel jueves, como casi todos los
jueves, como casi todos los días de su vida desde que tenía memoria. Sintió un
gusto ácido en la boca, acompañado de un mal presentimiento. Se levanto de la
cama, apoyando en el suelo frío primero su pie derecho, luego el izquierdo,
para, por fin, verticalizar su cuerpo
entero sobre el nivel del mar.
Fue hasta el baño y sin mirarse al espejo (le daban miedo
los espejos, reflejaban demasiado) se lavo los dientes.
Llegó hasta la cocina y prendió la radio, un fósforo la hornalla y un cigarrillo casi en un mismo movimiento. Esperó a que el agua se
calentase, mirando por la ventana, pitando el humo, escuchando las noticias del
día. “Probabilidad de lluvias para la tarde. TBA en paro: Ramales Tigre y
Mitre. El ejecutivo impulsará mañana una nueva reforma a la ley de…”.
Cebaba mates mientras miraba el reloj. Le quedaban 23
minutos para salir holgado al trabajo. Luego cayó en la cuenta de que era
feriado, primero de mayo, día del trabajador, y que no había necesidad para
salir a ningún lado, ni siquiera de su cama, que aún debía conservar el calor
de su cuerpo.
Escuchó pasos.
Fue hasta el baño y revisó si había alguien. Corrió la cortina
de la ducha. No había nadie. Fue hasta el cuarto, se fijo debajo de la cama,
dentro del armario. Ningún rastro de vida. Hasta salió a la calle: vacía.
“¿Qué habrá sido ese ruido?”, pensó.
Tiró todo su cuerpo sobre la colcha arrugada y prendió la
televisión. Las noticias que había escuchado hace minutos vomitar a su radio,
salían idénticas de la pantalla, pero con imágenes que las anclaban en sus
ojos. “Probabilidad de lluvias para la tarde. TBA en paro: Ramales Tigre y
Mitre. El ejecutivo impulsará mañana una nueva reforma a la ley de…”. Apagó el
aparato y cerró los ojos.
En el sueño veía a un hombre adulto, de barba blanca y
anteojos con marco de madera. Escribía en su computadora. A veces frenaba y
volvía sobre las palabras, corrigiendo alguna falta de ortografía. Acercaba su
cara al monitor para leer mejor. Prendía un cigarrillo que apagaba luego de
tres pitadas. Juan lo veía de costado, como si estuviese sentado a su lado, en
silencio, sin molestar. El escritor le era indiferente a él y a todo. Pareciera
que su única función en el mundo era escribir la historia que avanzaba desde
sus dedos. Juan se aburrió de ver la mecánica reiterada durante ese rato (como
si se pudiese medir el tiempo en los sueños…) y se fue a recorrer el lugar. La casa
era una gran habitación. Nada más que eso. Las paredes estaban formadas de bibliotecas
llenas de libros, que jugaban a ser ladrillos a la vista. Intentó tomar uno,
pero apenas lo sacó de su sitio la casa/habitación/mundo comenzó a temblar. Un terremoto
que se desperezaba. Dejó el libro en su lugar y todo volvió a su quietud
natural. Volteó la mirada hacia atrás. El escritor seguía inmerso en su texto. “Que
tipo raro”, pensó. Y luego despertó.
El cuarto estaba frío. La colcha agujereada. La persiana
baja y el mundo exterior mudo.
Volvió a escuchar pasos. Venían desde arriba.
La casa de Juan constaba solo de una planta baja. Una
pequeña caja de cemento con baño cocina/comedor, cuarto y puerta a la calle. Salió y se asomó para ver si alguien merodeaba
por el techo, pero no vio a nadie: ni arriba ni a los costados.
Caminó un rato para ver si se cruzaba a alguien por la
calle. Los negocios estaban cerrados. El día era gris. Y aparentemente todos se
habían ido o se habían quedado dentro de sus casas. Lloviznaba. Volvió a su
casa con el mismo gusto ácido de la mañana en la boca.
Prendió un sahumerio. Dejó correr música instrumental desde
la computadora e intento meditar. Antes de cerrar los ojos, pensó “Quizás fue
el fin del mundo, y nadie me aviso…”.
A los minutos ya estaba dormido de nuevo. Volvió a ver al
escritor, que no paraba de tipear en su máquina, como si todo a su alrededor no
existiera. Juan le tocó el hombro, pero el hombre solo atinó a rascárselo. Se ubicó
a su espalda y leyó las últimas palabras escritas en el monitor:
“A los minutos ya
estaba dormido de nuevo. Se reencontró con el escritor, que no paraba de tipear
en su máquina, como si el mundo a su alrededor no existiera. Juan le tocó el
hombro, pero el hombre solo atinó a rascárselo.”
Sintió un mareo que le hizo perder la estabilidad. Cayó al
suelo y con el odio sobre la madera fría volvió a escuchar los pasos. Alguien estaba
cerca. Había una persona más en aquella casa. Se paró y, lentamente, fue a
chequear fuera de la habitación. Recorrió un pasillo blanco y angosto, lleno de
luz, aunque no tenía ventanas. Llegó hasta un cuarto. Dentro había un hombre
sentado sobre una cama metiendo balas en un revolver. Aunque Juan vio su rostro, no pudo identificar
ninguna particularidad: no tenía nariz, ni ojos, ni boca. No tenía cara. El hombre
termino de cargar el arma, se paró con elegancia (era muy alto) y caminó hacia
la puerta, donde Juan estaba parado. Pero
no se detuvo en él, ni siquiera sintió su presencia, y siguió de largo hasta el
pasillo blanco. Sus pasos resonaban fuerte, retumbaban como los latidos de un corazón
abierto. El revólver colgaba de su mano derecha.
Juan corrió detrás suyo, empujado por el instinto, e intento
detenerlo. Pero por alguna extraña razón no podía agarrarlo. El hombre seguía su
camino. Juan corrió adelantándose hasta llegar al cuarto donde estaba el
escritor. Éste seguía tipeando. El ruido de los pasos era ensordecedor. Cada vez
se acercaban más devorando el tiempo y el espacio con su sonido. Podía olerse
el cuero de los zapatos.
Juan zarandeó el cuerpo del escritor, que ni se inmuto. Intento
gritarle al oído, advirtiéndole del asesino. Del peligro. Del tiempo. Pero el
escritor solo tipeaba y miraba la pantalla. A su lado, un cenicero con 5
colillas desprendía una humareda tímida. Miró el monitor una vez más, y leyó:
“Juan zarandeó el cuerpo del escritor, que ni se inmuto. Intento
gritarle al oído, advirtiéndole del asesino. Del peligro. Del tiempo. Pero el
escritor solo tipeaba y miraba la pantalla. A su lado, un cenicero con 5
colillas desprendía una humareda tímida. Miró el monitor una vez más, y leyó:”
El hombre sin rostro se detuvo finalmente frente al escritor
al mismo tiempo que el sonido de los pasos cesaba y el silencio se mezclaba con
el aire del cuarto. Elevo su brazo, y con éste el arma. El escritor llego a
decir: “¿Qué mierda?”. Disparó una sola vez. La bala entró directamente en la
cabeza. La cabeza chocó contra la pantalla y la quebró. Las palabras allí
escritas se vertieron fuera, empapando el escritorio.
Juan se despertó cansado aquel viernes. Sintió un gusto ácido en la boca, acompañado de un mal presentimiento que no pudo identificar.
Se levanto de la cama, apoyando en el suelo frío primero su pie derecho, luego
el izquierdo, para, por fin, verticalizar
su cuerpo entero sobre el nivel del mar.
Fue hasta el baño y se miró al espejo. No reconoció su
reflejo. Volvió a la cama. Tenía la extraña sensación de que tenía cosas que
hacer, pero no sabía qué. Ni siquiera sabía que se llamaba Juan.